Cuando eres diferente, cuando te sientes diferente, TODO es distinto; mientras, el mundo sigue normalizado y estable para dar seguridad a las personas que en su mayoría lo habitan.
Cuando eres diferente o te sientes diferente, TODO gira a tu alrededor a una velocidad más lenta que en Matrix, te da tiempo a observar lo que pasa como si pudieras darle a la pausa a una proyección de vídeo, sin embargo, no te da tiempo a digerir rápidamente lo que sucede.
Cuando eres diferente o te sientes diferente, te observas en ocasiones que emerges del llanto desconsolado que la vida te ofrece sin espasmos de alegría.
Cuando eres diferente o te sientes diferente, con suerte, en algún momento de la vida, te das cuenta de que debes empezar a respetarte como individuo. Llevas un tiempo reflexionando sobre si debes o no domesticarte, sobre si debes entrar a un trapo que no te pertenece porque, en realidad, no te identificas con él. Terminas tomando conciencia de la importancia de tu individualidad como un ser colectivo donde todo es necesario.
Cuando eres diferente o te sientes diferente, en realidad, sientes que estás fuera de lugar, que este mundo no es tuyo, que has nacido para vivir en otra época. Tu conocimiento, guiada por la racional mente, te lleva en ocasiones a la Edad Media, al Renacimiento o al Romanticismo, según cuál sea tu actitud o estado emocional. Es difícil en ese estado de diferencia darse cuenta de que, en realidad, tu mundo es otro bien diferente y que no está en el pasado, sino que debes mirar hacia adelante, hacia un futuro que estás empezando a construir a pesar de todos los pesares.
Doy las gracias a Javi Calvo, sí ese director de la película La llamada, por hacer el alegato que hizo el pasado día 22 de enero de 2018 al recoger su premio en la Gala de los Premio Feroz. Brindo por ese discurso en favor de los que tienen miedo y están perdidos. Os dejo un enlace de la noticia por si os lo perdisteis. El texto de su discurso son apenas 8 líneas:
«La Llamada habla del valor de ser tú mismo, de encontrar tu camino y, pese a quien le pese, ser quien tú quieres ser. Yo soy gay, tengo un novio que me quiere, una familia que me apoya y estoy aquí cogiendo este premio. Si algún niño, alguna niña, alguna persona me está viendo y tiene miedo y siente que está perdido, siente que no le van a querer, que sepa que va a encontrar su sitio, que su familia le va a querer, que va a cumplir su sueño y que él (Javier Ambrossi) y yo vamos a escribir historias para que se sienta inspirado. Siempre.»
Durante años has jugado solo en el patio, tenías amigos diferentes cada curso, deambulabas por los pasillos como un espíritu libre. Libre, sí, y también incomprendido, solitario, extraño. Sentías cómo la indiferencia que tú percibes del resto resbalaba por tu piel día tras día. A veces con frío, a veces con calor. Pero siempre ahí, pegajosa. Y así lo vivías tú, independientemente de que el trato de otros fuera o no realmente indiferente.
Te han dicho cosas cuyo origen no entendías. Te han tratado de una forma incomprensible para ti. Te han hecho, en el peor de los casos, un vacío tan abismal que ni veías el otro lado. A oscuras, sin salida de ese túnel. Y caes y piensas que debes normalizarte, que debes ser cómo los demás, y marcar en tu ruta todos los ítems de una sociedad en la que te sientes desubicado. E inconscientemente te vas abandonando a esa corriente y ves que todo fluye con más facilidad. Y con más tristeza. Te abandonas. Quizás ésa es la expresión. Renuncias a sueños, proyectos, ideales. La frustración es tu segundo apellido, quizás el primero, pero te sientes incluído. Y, por momentos, merece la pena. Las personas que te rodean se empiezan a relacionar contigo de nuevo. Te has prostituido como nunca nadie antes lo había hecho, pero por momentos eres aparentemente feliz. Condenadamente feliz.
Y te lleva años, a veces, incluso, con toda probabilidad, terapia o ayuda de algún tipo, salir de ese bucle engañoso.
En este país, en este mundo, en esta sociedad, no puedes ser diferente a cambio de nada. Cuesta muy caro. Se consigue, es una lucha importante, con un aporte de energía inconmensurable, pero lo haces. En este mundo se castiga a los diferentes como si fuera el anti anuncio de una bebida de refrescos. Se te condena por ser alto, por ser bajo, gordo, delgado, con ojos claros u oscuros. Por tener tu piel de una textura u otra, de un tono o matiz diferente, por tener mpadres o no tenerlos. Eres raro si piensas por tu cuenta, si quieres hacer cosas creativas, si desafías a alguien por no estar de acuerdo con la uniformidad. Si lees mucho, si lees poco; si te encanta el cine o pasas horas aprendiendo trucos de magia.
En los colegios e institutos no logramos atender a estos chavales en muchísimos casos. Se nos escapan camuflados (en el mejor de los casos, si no, ocultos) entre la multitud. Se diluyen en una corriente casi imperceptible. Sólo cuando los ves solos en el patio: paseando, sentados, leyendo…, con suerte, puedes darte cuenta. Y si tienes algo de empatía, puedes llamar a casa, acercarte a esa persona, intentar hablar con ella a ver qué tal. Y en realidad pocas veces hallamos solución.
Porque la escuela es uno de las primeras instituciones que forma los pilares de todo el engranaje social, de todo el entramado que conforma una uniformidad y domesticación que nada tiene que ver con El Principito. Y desde esa maquinaria que todo lo arrolla, se hace muy complejo. Aún así, en algún momento de la vida, siempre aparece alguien que se da cuenta de que te gusta leer y no jugar al fútbol o a los videojuegos. O al revés. En algún momento hay alguien que se da cuenta y te ayuda a ser tú mismo, a sacar todo eso bueno que hay en ti y que un día decidiste enterrar o vender para ganar en calma y aparente cariño e integración social.
Y todo eso, a pesar de que un día en un claustro seas el único (con suerte se te une alguno más… dos…) en decir que no participas en castigar a los niños en un recreo porque no te parece pedagógico.
Sí, yo siempre he sido un poco raro, pero no, en este post, hasta el anterior ejemplo del recreo, no hablaba de mí. Estaba pensando en multitud de casos que he ido conociendo, que conozco y que, seguramente, conoceré a lo largo de mi vida profesional o personal. También incluyo a todos esos casos que nunca he visto, que nunca atendí y que, con toda probabilidad me perderé en un océano de vidas.
Debemos buscar o crear espacios para atender a todos estos chicos y chicas. Y debemos hacerlos reales, no solo teóricos o un hueco de 3 minutos en un pasillo. Gente preparada, con empatía, que acompañe. Un orientador/a para 150, 300 o 500 nioños no basta. Y esos espacios reales no sólo hay que crearlos en los centros escolares, también en sus casas. A veces se sienten mal, raros o diferentes y si no les ayudamos a canalizar eso, a descubrir eso que están viviendo, a interpretarlo o a asumirlo; podría pasar que acabaran empantanados en unas arenas movedizas que los pueden tener lastrados, incluso, de por vida.
Puede haber mil soluciones más, sin embargo creo que es fundamental orientar, acompañar, dar luz a esos momentos en que, por sentirte sólo, avanzado, lastrado, más o menos maduro o aislado, te sientes más perdido que carracuca.
Y es en algunos de estos momentos cuando recuerdo una frase de mi amiga Cristina, ésa que dice: TUS HIJOS TRABAJARÁN PARA MIS HIJAS, y se la digo a algunas de mis alumnas (que suelen ser las que más sufren esta situación), para que se animen, para empoderarlas, para que sepan que el mundo, en realidad, funciona en armonía y es estable gracias a personas como ellas, que ponen el equilibrio necesario para contrarrestar toda la maquinaria insolente en la que estamos imbuidos a diario.
Lo raro es único y lo único es especial.