Llegando a tiempo

Llegando a tiempo

Hace tiempo, mucho tiempo, leí una frase que nunca se me ha olvidado:

La mayor falta de puntualidad es…

 

… es llegar tarde a las personas, de G. Mateu

 

Creo que esa frase arraigó en lo más profundo de mis entrañas casi sin darme cuenta y, desde ahí, ha sido y es premisa a tener en cuenta de forma sine qua non en mi trabajo e, incluso, en mi vida.

Durante años sancionaba a los chicos por llegar tarde a clase, era a lo que nos habían acostumbrado y lo que casi se nos exigía desde el centro. Con el tiempo, aprendí a dialogar más con ellos sobre el respeto y la importancia de la puntualidad para no romper el ritmo de una clase, aunque sin rasgarse las vestiduras si alguna vez se llegaba tarde. Y con ese mismo tiempo, aprendí que la peor falta de puntualidad, precisamente, es la que nos proponía G. Mateu: llegar tarde a las personas.

 

Tenemos un trabajo en el que contamos, para bien y para mal, con “material” humano. Y entendedme cuando digo para bien y para mal, que no es que yo diga que sea malo, pero sí que hay que prestarle más atención, más cariño y más cercanía. No podemos tratar a nuestros alumnos como simples números o como vulgares o extravagantes apellidos.

No, son mucho más. Son una diversidad de conductas, una tirada diferente y única de personalidades, una pluralidad de complejos, un gran derroche de virtudes entre la promiscuidad de sus defectos. Los alumnos son un conjunto heterogéneo de bondades fruto de una multiplicidad de circunstancias vitales que los arrojan a un camino que avanza por derroteros bien diferentes cada uno en su contexto.

 

Eso hace que no podamos tratarlos por igual a todos ellos, cada uno tiene sus cadaunadas y en base a eso, nuestra relación, será también única y especial. Llegar tarde a una persona puede tener consecuencias negativas, o no, las circunstancias de la vida dispondrán de ese evento a su antojo, sin embargo, en mi vida (personal y laboral) intento siempre llegar lo menos tarde posible a las personas que creo que puedan necesitarme. Es verdad que pueda ser un don, porque lo cierto es que no me cuesta trabajo (en otras ocasiones sí que me cuesta, y en otros momentos llegaré tarde, a conciencia o no) estar atento a las diferentes emociones que puedan surgir en una clase: al que hace tonterías para evadirse de sus verdaderos problemas, o al que los llora a escondidas a moco tendido. Y pasando de una a otra por todo un arcoiris de posibilidades que van desde lo más negro hasta lo más claro y brillante.

 

Tenemos tal paleta de colores delante nuestra que se nos hace realmente complejo nuestro trabajo. Equilibrar entre impartir contenidos, ofrecer para que descubran, incentivar el desarrollo creativo así como el pensamiento crítico y, además, tener en cuenta todo el mundo emocional que bulle efervescente.

 

En contra de lo que muchos puedan o quieran creer, no sólo estamos para impartir contenidos. Eso ya acabó. Igualmente, no creo que todo el peso deba recaer sobre nosotros: los profesores. Para nada. Lo que no se aprenda en casa no se aprende mejor en otro sitio. Así, al menos, es como debería ser. El tiempo que no se dedique en casa a la afectividad, al contacto, las risas, los abrazos, el paseo, los aprendizajes… es tiempo perdido, porque todo eso sienta unos pilares fundamentales para el desarrollo personal del futuro adolescente. Y es muy necesario que en las casas empiecen a darse cuenta de la importancia que tiene invertir tiempo en tus hijos. Es mucho mejor que comprar unos videojuegos o una tableta para que el niño esté entretenido. De lo contrario un día descubrirás que has llegado tarde. Y cuánta gente lo descubre y se arrepiente y llora desconsoladamente… Y de eso es de lo que estamos hablando.

 

Desde mi experiencia, te propongo que intentes ser puntual. ¿Qué personas te estás dejando atrás? ¿Por qué? ¿Qué hay ahí que te impide acercarte más? Sólo es un pequeño ejercicio que te puede abrir muchas puertas, igual que cerrar otras, también.

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