Quizás nunca te hayas dado cuenta, quizás lo tenemos tan metido en nuestro día a día que deja de estar conscientemente presente en nuestra vida, pero es cierto que tenemos una expresión muy recurrente que nos obliga constantemente a hacer tantas cosas que a veces hasta perdemos la noción de lo que verdaderamente importa.
Estamos diciendo más veces de las que nos gustaría la perífrasis verbal de obligatoriedad: Tengo que.
Según los últimos estudios, una persona tiene (de media) unos 60.000 pensamientos al día, de los cuales unos 57.000 son los mismos del día anterior. Y de entre todos esos, muchos son elecciones que debemos tomar al cabo del día.
Cuando nos expresamos con ese tengo que, en realidad, lo que dejamos entrever en muchas ocasiones no es otra cosa que el hecho de que voy a hacer algo pero que, realmente, no es lo que me apetece ahora mismo. A veces no hay más remedio. Hay cosas que hay que hacerlas y eso no es negociable. Pero hay otros muchos momentos de nuestra vida en los que expresamos ese Tengo que cuando en realidad ni es tan urgente ni tan importante, o no tanto como para dejarlo para otro momento y aprovechar este instante para algo que ha podido surgir. Escondemos nuestra libertad, porque nos da miedo hacer uso de ella para movernos en el plano que realmente queremos.
Un ejemplo tonto y diario: te surge la opción de ir a tomar un café, escribir una novela, ir al cine, dar un paseo con alguien (hijos, mujer o marido, pareja, amante, padre o madre, primo, conocido o cita a ciegas, da igual). Y ciertas ocasiones respondemos:
– No no puedo ir, tengo que… (lavar ropa, tender, comprar, corregir, revisar…) sabiendo que, muchas de esas veces, esas tareas en realidad las podemos hacer en otro momento (habrá otras en que corran realmente prisa… si ya no te queda ropa interior limpia… es otra historia, claro).
Es decir, que ponemos excusas a algo que en realidad nos apetece, pero no lo hacemos y nos autoinculcamos una responsabilidad de obediencia absoluta que hemos de cumplir por miedo a… cada uno a lo que sea en el fondo que subyace bajo su realidad cotidiana.
Quizás habría que revisar de nuevo ciertas escalas de priorización de tareas y actividades diversas. A lo mejor eso nos ayuda a distribuirnos mejor el tiempo y aprovechar los momentos buenos que muchas veces nos esperan a la vuelta de la esquina y no aprovechamos porque tenemos que hacer algo que, quizás, no sea tan obligatorio para ese instante. Sí, quizás eso sea bueno: revisar. Sin embargo, mientras llegas a eso o no; o te haga falta o no, sí te voy a dar un consejo que te hará más libre. Ya sé que yo no soy nadie para darte un consejo, pero yo te lo escribo, a partir de mi propia experiencia, y ya tú haces lo que creas conveniente.
Prueba a cambiar la expresión utilizada, tal vez eso te ayude a verlo con una perspectiva más amplia de miras y te ayude a replantearte algunas cosas de paso.
¿Y si en lugar de Tengo que, dijeras Elijo…?
No voy a tomar café porque elijo ir a comprar o tender la ropa interior o quedarme en casa leyendo o acompañando mis niñas. Las dos opciones son válidas, ir o no ir. La cosa no está en quedar como un guay que siempre se va de paseo o un aburrido que siempre se queda en casa. La cuestión es que tú eliges la opción que deseas hacer. No más.
El derecho de elegir y, sobre todo, ser consciente de que eliges te da una libertad que nunca te puede dar una perífrasis de obligación.
Elije la opción que quieras, pero elígela tú.
Sé tú mismo o tú misma.