Quizás hoy no es el día.
Miro a mi alrededor y veo tal cantidad de cosas buenas que hasta me duele.
Pero cuando estás cansado, te duele también todo lo demás.
Es increíble que no queramos hacer las cosas bien.
Es increíble que no queramos desprendernos de aquello que nos aporta tanta seguridad, aunque sepamos a ciencia cierta que no es lo que queremos ni lo que nos conviene.
Es increíble que, con el corazón en la mano, no seamos capaces de vislumbrar el camino.
Es increíble que no tengamos el corazón en la mano para decidir las cosas más esenciales de nuestra cotidianeidad.
Es increíble que no nos sintamos con la capacidad de afrontar las cosas como son.
Es increíble y asqueroso que prefiramos un rumor antes que ir a donde sea y aclararlo con la persona que corresponda.
Es increíble que no seamos capaces de ponernos de acuerdo en las cosas más elementales.
Es del todo increíble que prefiramos proferir de todo menos cosas bonitas sin escuchar otras perspectivas.
Es absolutamente increíble que no seamos capaces de mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta de lo que sucede: un árbol que ha crecido o ha perdido sus hojas o ha echado flores, calles reasfaltadas porque llegan las elecciones, un padre que grita a su hija por la calle porque se le va hacia un paso de peatones o porque está harto de repetir las cosas, alguien hurgando en un contenedor (aunque todo va ya muy bien, la verdad, sólo hay que fijarse…), un niño que aguanta sus lágrimas en un patio cuando cree que nadie le ve.
Nos metemos donde nadie nos llama y con las cosas que de verdad importan no somos capaces de actuar. Buscamos enfrentamientos sin sentido y carentes de diálogo alguno en muchas ocasiones. Siempre es culpa del otro, por supuesto. Empezó él, decimos mientras señalamos con el dedo. Será que no estamos enseñando a asumir nuestros actos, para bien o para mal.
Doulas contra matronas, maestros contra profesores, docentes contra padres, directivos contra explotados, policías contra ladrones… y tantas cosas al cabo del día que uno va viendo y que te acaban por minar hasta la razón del sinsentido.
Perdemos el norte y nos enfrascamos en discusiones inútiles que no llevan a ninguna parte, pero en el camino olvidamos lo esencial y aparcamos en el fondo la cuestión que, sin embargo, deberíamos sacar a flote.
Me regañan y la pago con el siguiente en la cadena alimenticia de unos sentimientos necrófagos que no he sabido digerir porque nunca me enseñaron.
Llegamos cansados y lo pagamos con el que pillamos.
Me protestan y entonces yo voy y atosigo al otro.
Me echan para atrás mi idea tan genial y yo le grito al de al lado en el semáforo y me cago en sus muertos si hace falta, total, si pa qué.
Te hacen un reproche y tú devuelves un guantazo. Si es que se lo merecía, me ha provocado.
¿Qué es, entonces, lo importante? Y, ¿para quién?
¿Qué es lo que estamos transmitiendo a nuestros hijos? Y, ¿desde dónde?
¿Qué es lo que de verdad vamos a dejar para los años venideros?
¿Qué estamos criando y regando en el día a día?
¿Somos unos pobres tarados que siguen creando tarados?
Si educas de forma respetuosa (o todo lo respetuosa que puedes, que también somos seres humanos y, gracias a dios, cometemos errores), malo; si educas de forma tajante, malo; si eres autoritario, peor; si eres flexible…, un blandengue; los pediatras te dicen, los amigos lo contrario, los maestros contradicen lo que crees y si no tú los contradices a ellos. Los hijos a los padres y viceversa. Pero muchas veces no encontramos puntos de unión ni inflexión en los que vertebrar un diálogo fructífero. El caballo del orgullo a veces galopa tan poderoso que mejor no nos bajamos y arrasamos con lo que sea. Aunque sea nuestra pareja, nuestro hijo nuestro padre o madre o el vecino que casi ni conoces.
La ignorancia es osada y atrevida. Eso ya lo sabemos. Y rancia. Lo lleva hasta en la misma palabra.
Malversamos la vida con chantajes emocionales sin precio que nos cuestan un riñón… o un cáncer si es menester.
Y seguimos sin darnos cuenta.
Insisto, quizás hoy no sea el día.