La obediencia

La obediencia: aquel concepto desvirtuado.

 

A principios de este mes estuve bastante  atareado y me retrasé en la publicación de entradas en mi blog. Así que me propuse escribir otra en esta misma semana, como bonus extra, si queréis llamarlo así.
Pensaba escribir una entrada sobre la obediencia.
Luego recordé que ya este verano hablé de ella en un post en el blog de la pedagogía blanca que me publicaron y que versaba sobre la obediencia y supernnany. En aquel momento mucha gente aún no me seguía en mi blog o no me conocía por facebook.

Aquél post me trajo de cabeza a mucha gente, sacó carcajadas de otras por algunas expresiones y me llovieron justas críticas en mi contra (hice caso de las constructivas y respetuosas). Recuerdo a Nohemí Hervada, que tanto rebotó desde su muro…ahí empezó nuestra virtual amistad… y le mando un beso.
Mi intención primera, a la hora de escribirlo, era criticar el comentario de la editorial publicada en el reverso del libro con el objeto de vender más libros y no al programa televisivo en sí, que no he visto, salvo trozos y retazos sueltos y, desde luego, no dudo de que haya gente a la que le vengan bien sus técnicas, aunque yo no las comparta, tal y como desmembré en aquel artículo.
En cualquier caso, por si alguien no quiere leer aquel artículo entero, os transcribo aquí la parte en que hablaba de la obediencia. Si ya has leído el artículo anterior, entonces sáltate la cursiva y sigue leyendo después.
Obediencia no es ordenar, regañar, castigar, maltratar, gritar, aislar, ignorar y dar por hecho que la ausencia de cariño es vital porque los niños de hoy día son muy listos y se las saben todas. Saben hasta latín… Ojalá, porque si supieran latín, probablemente sabrían que la palabra obediencia aparece recogido por primera vez en nuestros textos en torno al siglo XIII como oboedire, que, a su vez, proviene del latín ab audire, que viene a significar hacia lo oído. Y eso no lo saben ni los adultos, porque en nuestro sistema educativo corrupto y maltrecho conviene mantener la disciplina castrense (en el sentido de militar, de marcial y de que castra de forma indisoluble el comportamiento y el futuro de las personas).
Hemos corrompido esta expresión con el paso de los años. Cuando una persona era obediente es que iba hacia lo escuchado, pero no por obligación militar o “respeto mordoriano», sino porque aquello que escuchaba le parecía bien y lo hacía.
No sé si me explico. Yo le puedo pedir a mi hija que me traiga un vaso, por favor, acompañado de un guiño, de un beso, de una carita cariñosa… o le puedo decir que como no me traiga un vaso se va a enterar. Probablemente, conociendo a mi hija, me lo traiga en ambos casos. Sin embargo, en el primero, la transmisión de información se hace desde la base del respeto y el cariño y mi hija entenderá que si no me trae el vaso no va a haber ninguna consecuencia, ni buena ni mala. No voy a dejar de quererla ni voy a respetarla menos.
Es decir, que si decimos las cosas de forma que a los otros les llegue un mensaje lleno de respeto y/o cariño, esa persona tenderá a hacer lo que escucha, va hacia lo escuchado, hace lo que se le pide, pero por propia elección dentro de su contexto. Eso, señores y señoras, es obediencia. Cualquier otra cosa que nos enseñen es, a mi modo de ver, falso.
La obediencia dictatorial es un atajo. Exige menos recursos para un padre, es más cómodo y los objetivos se consiguen mucho antes. Ahora bien, dudo que eso conlleve a criar adultos responsables de verdad.
Y añado, hoy, viernes 21 de noviembre de 2014, que con el tiempo he descubierto que cuando mis hijas no obedecen, casi siempre, por no decir siempre, es porque no han escuchado, por eso no pueden ir hacia lo escuchado. Muchas veces están tan sumidas en la lectura de sus libros, en sus juegos, en sus conversaciones, que, evidentemente, un comentario mío ajeno a todo eso no lo escuchan. Al final yo acababa diciéndoles que ya se lo he repetido 4 veces (ó 40) que por favor lo hagan, que ya está bien… Con el tiempo he descubierto, no hay nada como experimentar, que es mejor llegar hasta ellas, tocarlas en el hombro, darles un beso o, simplemente, captar su atención de alguna forma, y, entonces, y solo entonces, en ese momento, decirles lo que me gustaría que hicieran en ese instante. Claro que se pierde más tiempo…
Sin embargo, volviendo al tema que nos ocupa hoy, recordad que hay una diferencia abismal y abisal entre ser obediente y ser sumiso. Las personas obedientes, entendiendo este concepto como he explicado, son personas sanas emocionalmente, respetadas y respetables; las personas sumisas, fieles súbditos a los que se les educó en esas formas, no suelen ser tan sanas.
Seamos obedientes, no sumisos. Eduquemos en esa línea. Se profundiza más, se trabaja mejor, se obtienen mejores resultados, se crea un mundo mejor.
Termino con una anécdota. A principios de este milenio, que dicho así, suena horrible, daba clases en 1º de bachillerato en un centro concertado. Me tocó hablarles de la figura de Óscar Romero y de la espantosa situación que durante años se vivía en El Salvador. Aproveché cierto jaleo de clase para gritarles. Excesivamente. Violentamente. De forma desproporcionada a lo que había sucedido. Pobres Piluca, Emilio… y sus compis… qué mal lo pasaron. Así estuve dos días: gritando, sin dejarles ni respirar, expulsando del aula… Al tercer día les pedí que me dijeran cómo se habían sentido. Se acordaron de toda mi familia, vivos y muertos (algunos hasta lo verbalizaron; no me ofendí). Les pedí perdón. Entendieron a la perfección lo que era la obediencia mal sana y la opresión.

Y creo que la virtud no está en hacerlo bien, porque somos humanos y como tales cometemos errores; creo que la virtud está en intentar darse cuenta de las cosas para enmendarlas en la medida de las posibilidades de cada uno.